La Primera Distopía Del Cine | Tecnologia Noticias

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La famosa frase sobre los clásicos de la literatura, según la cual son esas obras que todos conocen pero nadie se ha leído, se puede aplicar también al cine. ¿Qué interés tiene para el espectador del siglo XXI una película próxima ya a su centenario, muda y con una duración que ronda o supera las dos horas, según la versión a la que acceda? Una respuesta sería que, además de su indudable valor cinematográfico, mientras se ve siempre se puede jugar a capturar imágenes, ideas y conceptos que serían imitados, cuando no directamente plagiados, en numerosas creaciones audiovisuales –desde las películas hasta la publicidad y los videoclips– de los noventa años siguientes.

MetrópolisMidjourney/Sarah Romero

Pero si su influencia visual no puede negarse, son las derivaciones de su argumento lo que ha causado más de un conflicto a la hora de estudiarla: algún crítico llegó a calificarla de “panfleto detestable”; y el hecho es que, aunque se filmó muchos años antes del auge del nazismo, se convirtió en una de las películas preferidas de Hitler, que llegó a ofrecerle a su director, Fritz Lang, un puesto destacado dentro del cine del Tercer Reich, a pesar de su condición de judío. Lang respondió huyendo a toda prisa a Estados Unidos, donde seguiría realizando obras maestras, mientras que su mujer, Thea von Harbou, autora del guión de Metrópolis , permanecía en Alemania, apoyando fervientemente la causa nazi. Ello no significa que estemos ante una película nazi, pero ¿qué es lo que nos cuenta para haber llamado tan poderosamente la atención del dictador?

Realizada a lo largo de 310 días, con casi 40 000 extras y un presupuesto, monumental para la época, de cinco millones de marcos alemanes, Metrópolis presenta la primera distopía del cine: la ciudad de este nombre es un paraíso tecnológico, con enormes rascacielos cruzados por monorraíles, aviones, floridos jardines y todas las comodidades pensadas para la clase dirigente.

Pero todo ello es posible gracias al esfuerzo del ignorado colectivo de trabajadores, que viven en una ciudad subterránea alimentando la maquinaria que da vida a la metrópolis. Los deseos de rebelión de sus integrantes son contenidos por María, una joven predicadora que augura la llegada de un mediador que logrará la armonía entre amos y obreros. Este podría muy bien ser Freder, el hijo del arquitecto Jon Fredersen, creador y señor de Metrópolis, que se enamora de María y se horroriza al ver las condiciones en que viven los trabajadores. Pero un científico malvado, a las órdenes de su padre, crea un robot humanoide, al que da la apariencia de María, y lo envía a la ciudad subterránea a predicar la rebelión.

La idea de Fredersen es tener una excusa para repeler a los obreros por la fuerza, pero el inventor va más allá, y la María artificial les empuja a destrozar las máquinas, con lo cual también destruyen involuntariamente su propia ciudad. Todo acaba más o menos bien, con el científico muerto, el robot destruido y los magnates y trabajadores comprometidos a trabajar juntos gracias a la acción mediadora de Freder.

Citar las influencias de Metrópolis es no terminar nunca: el robothumanoide –uno de los diseños más reconocibles de la historia del cine– parece un claro antecesor de C3PO; el científico malvado tiene una mano metálica, como el doctor Strangelove de Kubrick; y la idea de utopías futuristas donde el bienestar de unos pocos se consigue gracias al sufrimiento de las masas de trabajadores está presente en docenas de producciones, desde Blade Runner (1982) hasta Snowpiercer (2013) y Elysium (2013). Incluso la manera de caminar de los obreros, moviéndose en masa a pasos cortos como autómatas, cuando empieza su turno, es ya un recurso común cuando se quiere reflejar en la pantalla un régimen totalitario. Lo que la asoció con el creciente movimiento nazi fue la presentación de estos obreros como una masa embrutecida –les vemos bailar y alegrarse por la destrucción de las máquinas, ignorantes de que, al mismo tiempo, han inundado su ciudad– que, cuando sigue las consignas revolucionarias, labra su propia ruina.

Al final, justo antes de hacer las paces con los mandatarios, les vemos volver a caminar de la misma manera que al principio de la película: una señal de que su estado natural es ser gobernados, si bien de una forma más benévola. Este mensaje, casi cien años después, se abre a muchas interpretaciones, pero, en aquella época y en aquel país, el rechazo al comunismo revolucionario solo podía suponer echarse en los acogedores brazos del Reich.

No es una película perfecta; Lang criticaría años después el simbolismo de muchas escenas, y es verdad que las referencias religiosas aparecen sin cesar, pero conocerla es obligado para cualquier amante de la ciencia ficción o, simplemente, del cine. Verla entera es algo más difícil, ya que existen multitud de versiones, a consecuencia de la pérdida de buena parte del metraje original. En el extranjero se estrenaron montajes de longitud variable, pero ninguno contenía la película completa. Por fin, en 2008, se encontró una copia casi íntegra en el Museo del Cine de Buenos Aires (Argentina), aunque con el celuloide en bastante mal estado. Si bien todavía faltan un par de escenas, es lo más cerca que estamos de su versión original, con casi dos horas y media de duración.


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